Se levantó despacio, estirándose con
cuidado, le dolían todos los huesos, no sabía cuántos podía tener por eso no
pensaba en un número, eran todos.
Los años no pasan en balde,
pensó. Despacio, dejando que poco a poco
los músculos y las articulaciones se fueran habituando al movimiento, fue
andando, encorvado, hacia la cocina. No tenía ganas de cenar pero sabía que
debía comer algo, quizá un yogur o un trozo de queso y algo de pan. No, pan no,
se había olvidado de bajar a comprarlo. Un yogur entonces.
Fue andando por el corto pasillo
con la vista fija en el suelo, hacía tiempo que no se fijaba en los cuadros que
estaban colgados en las paredes. Cuando llegó a la cocina, mientras encendía la
luz, pensó en ello. Con que ilusión habían colgado los cuadros cuando ella
decidió que esas acuarelas ya eran dignas de enmarcar y colgar. Siempre
había sido muy exigente con ella misma. Si hubiese sido por él, habrían
empezado mucho antes a colgar sus acuarelas.
Abrió la puerta del frigorífico y
miró el vació. Tres yogures, para tres cenas; la botella de agua, una lata de
cerveza sin alcohol y una cuña de queso manchego curado. Hoy no hay nada de
restos de la comida que traen los del Ayuntamiento, pensó. Cogió el queso y la
lata de cerveza, se iba a dar un homenaje en memoria de ella, bueno, de las
tardes y noches que, juntos, picaban sentados en el sofá mientras comentaban cómo
les había ido el día o lo que harían con lo que les tocase en la primitiva…
Ya no jugaba a ningún sorteo,
dejó de hacerlo el día en que ella, cuando fue a verla a la residencia que le habían
dado los de la Comunidad de Madrid, no le reconoció. Mantuvo la esperanza de
que en algún momento volviera a recordarle, que fuera algo pasajero o
intermitente el que no supiera quien era, pero no fue así. Ahora, cuando por
las tardes iba a verla, se sentaba a su lado enfrente del ventanal que daba a
la calle, le cogía la mano y pasaba una o dos horas con ella inventándose su
día a día, añadiendo sucesos ficticios a los reales que había escuchado por la
calle o visto por la tele para distraerla y distraerse del vacío de su mirada.
Ahí estaba su cara, esos labios que tantas veces, y tan pocas al mismo tiempo,
había besado bebiendo la vida de ellos y que ahora rozaba con mimo al llegar y
al marcharse. Ahí estaba ese cuerpo que mantenía vivo un corazón fuerte para un
cerebro que los médicos decían que ya no percibía ni entendía. Ahí su mirada
perdida. Ahí ella sin ser ella haciendo que él casi no fuese.
Cerró la puerta del frigorífico.
Cada vez le pasaba más eso de quedarse ensimismado, perdido en sus pensamientos
o en sus recuerdos dejando a medio hacer otras cosas. Salió de la cocina con la
cabeza levantada para ver las acuarelas. En algún momento tendré que limpiar
los cristales de los cuadros, se ven los colores apagados, pensó. Pasó delante
de ellos despacio, acariciándolos con las yemas de los dedos, recordando de
nuevo cuando los colgaron, cuando ella se los enseñó por primera vez mientras
le contaba como los había pintado…Tanta vida sólo en su memoria… Llegó al salón
y se sentó en el sofá. Se quedó mirando por la ventana sin ver los transeúntes
ni los coches que pasaban por la calle. Veía una tarde de verano en la que ni
el calor ni el ruido de la calle habían impedido que le hiciera el amor. Eso sí,
sin prisas para no sudar demasiado… El sonido de las campanadas del reloj le
sacó del ensimismamiento en el que, de nuevo, se había perdido, como otras
veces… como muchas veces le pasaba últimamente… Quizá la vida al final no fuera
más que eso, vivir y grabar para vivir y recordar…
Le sobresaltó el timbre del
teléfono, ¿quién podría ser a esas horas? Solo podía ser de la residencia…
Ella estaba mal. Le habían dicho
que entendían que él, con su edad y la hora que era, no se desplazase hasta
allí, pero que como siempre insistía en que le llamasen si pasaba algo… por eso
habían llamado. Les dijo que llamaría un taxi e iría para allá, que lo supieran
en recepción para abrirle la puerta.
Cuando llegó a la residencia le
estaban esperando. Le acompañaron a la habitación que tenían al lado de la
enfermería. Ella estaba en una cama con una vía en su brazo derecho, la
mascarilla de oxígeno y otras máquinas a su alrededor.
Se sentó en la cama a su lado, le
quitó la mascarilla, le dio un beso en los labios, más allá del mimo, y empezó
a hablar recordándole el día que se habían conocido en la playa.
El enfermero apagó los equipos
médicos que tenía conectados y dejó de respirar regalándole su última sonrisa.
Diez minutos después dejó de
hablar con ella, volvió a besar sus labios, se levantó, le dijo hasta luego y
salió de la habitación. Firmó todo lo que le pusieron delante sin enterarse de
nada de lo que le decían. Le avisaron que el taxi que le habían pedido estaba
en la puerta, salió, subió al taxi y se fue a casa.
Se sorprendió, perdido como
estaba, charlando en silencio con ella, cuando el taxista le dijo que habían
llegado. Pagó y le dio una buena propina. El taxista se interesó por si
encontraba mal o bien o necesitaba algo, le dijo que no y le dio las gracias
mientras salía del taxi.
Subió a casa, entró, se sentó y,
de forma mecánica, comió algo de queso y bebió la cerveza que había dejado en
la mesa.
Se apoyó en el respaldo del sofá.
Había cumplido con la palabra que
le había dado, y con lo que su corazón sentía, estar a su lado hasta el último
momento. No era necesario seguir moviendo sus huesos cansados. Al final se
quedan en el frigorífico los tres yogures, pensó.
Cerró los ojos