Aquella tarde salió escopetado
del trabajo. Estaba más nervioso que un flan delante de un hormiguero. Habían
quedado. Iba a recogerla, tomarían algo y la dejaría de vuelta en su casa.
Se podría pensar que eso no era
nada del otro mundo, pero para él era cerrar un paréntesis que había abierto
hacía muchos años y dentro de ese paréntesis había estado sin vida, sentía que
de nuevo vivía solo porque ella le esperaba.
Además quería ver su cara. Ver si
en ella atisbaba lo que pudiera haber desencadenado la carta que le dio hacía
un par de días. No sabía de donde pudo sacar la determinación para, por fin,
escrito en un papel, como tantas otras veces había hecho hace tiempo, confesar sus
sentimientos hacia ella; solo que esta vez había una diferencia muy importante,
se lo había escrito claro, sin dejar nada en el aire, sin envolverlo en poemas,
sin disfrazarlo en cuentos o en eso que él le escribía de vez en cuando.
La recogió, pasearon y volvieron
a su casa. Había sido una tarde deliciosa a su lado pero no había sido capaz de
ver en su cara nada que le dijera que pensaba sobre su carta. Quizá no la había
leído aún. Pensó que no, eso no era posible, seguro que la había leído. Se
pararon en el portal, ella sacó la llave, abrió y se volvió hacia él.
Él la miro y musitó una despedida
hasta el día siguiente. Ella se le quedó mirando…
- Pero bueno. Me dices lo que me has dicho en la
carta que me has dado y ya está ¿Sin más? ¿Así lo dejas?
Desde entonces él, es más feliz que una
perdiz.