miércoles, 14 de septiembre de 2016

Cumplir la palabra.


Se levantó despacio, estirándose con cuidado, le dolían todos los huesos, no sabía cuántos podía tener por eso no pensaba en un número, eran todos.

Los años no pasan en balde, pensó. Despacio, dejando que poco  a poco los músculos y las articulaciones se fueran habituando al movimiento, fue andando, encorvado, hacia la cocina. No tenía ganas de cenar pero sabía que debía comer algo, quizá un yogur o un trozo de queso y algo de pan. No, pan no, se había olvidado de bajar a comprarlo. Un yogur entonces.

Fue andando por el corto pasillo con la vista fija en el suelo, hacía tiempo que no se fijaba en los cuadros que estaban colgados en las paredes. Cuando llegó a la cocina, mientras encendía la luz, pensó en ello. Con que ilusión habían colgado los cuadros cuando ella decidió que esas acuarelas ya eran dignas de enmarcar y colgar. Siempre había sido muy exigente con ella misma. Si hubiese sido por él, habrían empezado mucho antes a colgar sus acuarelas.

Abrió la puerta del frigorífico y miró el vació. Tres yogures, para tres cenas; la botella de agua, una lata de cerveza sin alcohol y una cuña de queso manchego curado. Hoy no hay nada de restos de la comida que traen los del Ayuntamiento, pensó. Cogió el queso y la lata de cerveza, se iba a dar un homenaje en memoria de ella, bueno, de las tardes y noches que, juntos, picaban sentados en el sofá mientras comentaban cómo les había ido el día o lo que harían con lo que les tocase en la primitiva…

Ya no jugaba a ningún sorteo, dejó de hacerlo el día en que ella, cuando fue a verla a la residencia que le habían dado los de la Comunidad de Madrid, no le reconoció. Mantuvo la esperanza de que en algún momento volviera a recordarle, que fuera algo pasajero o intermitente el que no supiera quien era, pero no fue así. Ahora, cuando por las tardes iba a verla, se sentaba a su lado enfrente del ventanal que daba a la calle, le cogía la mano y pasaba una o dos horas con ella inventándose su día a día, añadiendo sucesos ficticios a los reales que había escuchado por la calle o visto por la tele para distraerla y distraerse del vacío de su mirada. Ahí estaba su cara, esos labios que tantas veces, y tan pocas al mismo tiempo, había besado bebiendo la vida de ellos y que ahora rozaba con mimo al llegar y al marcharse. Ahí estaba ese cuerpo que mantenía vivo un corazón fuerte para un cerebro que los médicos decían que ya no percibía ni entendía. Ahí su mirada perdida. Ahí ella sin ser ella haciendo que él casi no fuese.

Cerró la puerta del frigorífico. Cada vez le pasaba más eso de quedarse ensimismado, perdido en sus pensamientos o en sus recuerdos dejando a medio hacer otras cosas. Salió de la cocina con la cabeza levantada para ver las acuarelas. En algún momento tendré que limpiar los cristales de los cuadros, se ven los colores apagados, pensó. Pasó delante de ellos despacio, acariciándolos con las yemas de los dedos, recordando de nuevo cuando los colgaron, cuando ella se los enseñó por primera vez mientras le contaba como los había pintado…Tanta vida sólo en su memoria… Llegó al salón y se sentó en el sofá. Se quedó mirando por la ventana sin ver los transeúntes ni los coches que pasaban por la calle. Veía una tarde de verano en la que ni el calor ni el ruido de la calle habían impedido que le hiciera el amor. Eso sí, sin prisas para no sudar demasiado… El sonido de las campanadas del reloj le sacó del ensimismamiento en el que, de nuevo, se había perdido, como otras veces… como muchas veces le pasaba últimamente… Quizá la vida al final no fuera más que eso, vivir y grabar para vivir y recordar…

Le sobresaltó el timbre del teléfono, ¿quién podría ser a esas horas? Solo podía ser de la residencia…

Ella estaba mal. Le habían dicho que entendían que él, con su edad y la hora que era, no se desplazase hasta allí, pero que como siempre insistía en que le llamasen si pasaba algo… por eso habían llamado. Les dijo que llamaría un taxi e iría para allá, que lo supieran en recepción para abrirle la puerta.

Cuando llegó a la residencia le estaban esperando. Le acompañaron a la habitación que tenían al lado de la enfermería. Ella estaba en una cama con una vía en su brazo derecho, la mascarilla de oxígeno y otras máquinas a su alrededor.

Se sentó en la cama a su lado, le quitó la mascarilla, le dio un beso en los labios, más allá del mimo, y empezó a hablar recordándole el día que se habían conocido en la playa.

El enfermero apagó los equipos médicos que tenía conectados y dejó de respirar regalándole su última sonrisa.

Diez minutos después dejó de hablar con ella, volvió a besar sus labios, se levantó, le dijo hasta luego y salió de la habitación. Firmó todo lo que le pusieron delante sin enterarse de nada de lo que le decían. Le avisaron que el taxi que le habían pedido estaba en la puerta, salió, subió al taxi y se fue a casa.

Se sorprendió, perdido como estaba, charlando en silencio con ella, cuando el taxista le dijo que habían llegado. Pagó y le dio una buena propina. El taxista se interesó por si encontraba mal o bien o necesitaba algo, le dijo que no y le dio las gracias mientras salía del taxi.

Subió a casa, entró, se sentó y, de forma mecánica, comió algo de queso y bebió la cerveza que había dejado en la mesa.

Se apoyó en el respaldo del sofá.

Había cumplido con la palabra que le había dado, y con lo que su corazón sentía, estar a su lado hasta el último momento. No era necesario seguir moviendo sus huesos cansados. Al final se quedan en el frigorífico los tres yogures, pensó.

Cerró los ojos