viernes, 12 de julio de 2024

La cabina.

Aquí está.

Ya la han desmontado.

A tiempo. Antes de cumplirse los dos meses que habían dado los técnicos del Ayuntamiento a la comunidad de vecinos.

La antigua cabina del ascensor está en el portal a la espera de que venga el anticuario de Argüelles que nos la ha comprado.

Me meto en ella por última vez.

Miro la botonera de bronce, siempre brillante, con los botones negros como ojos de cuervo.

Cierro los ojos. El olor a cera, madera y limpia cristales me lleva a cuando monté en ella, de la mano de mi madre, y me senté en el banquito de terciopelo rojo para subir a nuestra nueva casa en el sexto piso.

Ah, si, la primera vez que fui solo en el ascensor, acababa de cumplir doce años. Antoñito, vete a comprar una gaseosa, baja en el ascensor si quieres, que ya eres mayor.

Las carreras para ver quién llegaba antes, si yo con mis trece años o mi hermana en el ascensor.

El primer beso que di en los labios a una chica, mi vecina Marta, con dieciséis años, fue en el ascensor a la una y media de la mañana, al volver de un concierto de Ramoncín.

La bronca de mi padre, el presidente de la comunidad y del portero, por haberse parado el ascensor entre piso y piso cuando subíamos Manuel, Javi, Jorge y yo. ¡Aunque ponga Máximo cuatro personas en la placa de cerámica, sabes que solo pueden subir tres!

El portazo de la puerta de forja en la estructura que cubre el hueco del ascensor, que dí cuando me fui de casa con veinticuatro años, porque mi padre no me entendía.

Mi vuelta a casa con treinta y uno para cuidar a mis padres. Mi madre siempre fatigada por su lesión de corazón, maldito tabaco; mi padre sin saber quién era ni donde estaba.

Recuerdo meter el ataúd de mi padre en esta cabina, ¡de pié!, porque seis pisos no había quien los bajase con él a cuestas.

El día que cumplí cuarenta y cuatro, la tarta en la mesa, bajando con mi madre en el ascensor, ella sentada en el banquito, entonces ya tapizado de terciopelo verde, camino del hospital del que ya no volvería.

Abro los ojos y me veo reflejado en el espejo del ascensor, de la cabina, que tiene el azogue algo deteriorado, a mis cincuenta y dos años, despidiéndome de ella, mi peculiar cabina del tiempo, envuelto por el olor de cera, madera y limpiacristales... antes de que el anticuario de Argüelles se la lleve.